En el día de hoy tenemos el agrado de publicar un relato de Nello Gargiulo, destacado exponente de la comunidad italiana y miembro de la Accademia della Cucina Italiana en Chile.

Un cuento construido por la V semana Italiana de la Cocina Italiana en el mundo 23-29 de  noviembre 2020 y que ha contado con la supervisión del periodista  escritor y dramaturgo  Italo-chileno Marcelo Simonetti al interior de su taller Literario 2020.

 

En un mañana de agosto de este largo invierno —¡Cuánto esperamos para respirar los perfumes de la floreciente primavera!—, me levanté con ganas de salir y reunir lo necesario para mantenerme. Aun cuando he logrado dejar  la vida de la calle, sobre todo de noche, buscar alimento es un ejercicio al que estoy obligado todos los días.

 

No sé cómo, mi cuerpo deseaba comer esa pizza que más de alguna vez he probado en la casa de un italiano que vive en uno de los sectores que es parte  de mis recorridos habituales. Confieso que pocas veces un alimento ha podido transmitirme a la vez energía física y buen ánimo. Pero cada vez que ese gringo italiano me convida de la pizza que hace, no solo mi hambre se satisface, también experimento nuevos estímulos que me invitan a renacer, que le dan a la vida un sentido diferente.

 

Me quedaba una cuadra para llegar a su casa cuando reconocí el penetrante olor  de esa pizza, la napolitana. El tomate, el orégano, la sal, el ajo ajo  cortado en finas rodajas y el aceite  de oliva son los  ingredientes de  la que el gringo llama la primera  pizza  hecha en el mundo. Basta que esos simples y baratos ingredientes entren en un horno precalentado a altas temperaturas para que se produzca el milagro, para que se genere un ambiente de expectativas que relaja los músculos de mi cara y me hace sonreír. Por lo general, rara vez sonrío. He aprendido a saborear en esa pizza no solo los ingredientes, también la historia asociada al origen de la preparación. Cada vez que me llevo un trozo a la boca, se despierta en mí el deseo de dejar  mi situación de pobreza y me convenzo de que aún es posible buscar o inventarme un trabajo.

 

Ese día en que esperaba por ese trozo de pizza en la puerta de su casa, imaginé que estaba en mis barrios en medio de una feria, preparando pizza para vender tal como lo hicieron hace tres siglos en la ciudad de Nápoles, cuando a alguien se le ocurrió romper el miedo que daba el color rojo del tomate —que les evocaba la sangre— y lo cortó en rodajas y lo dispuso sobre ese disco redondo de pasta bien leudada, juntos con el resto de los  ingredientes y luego todos quedaron fascinados por ese producto de bajo costo al que todos podían acceder. Además alimentaba mucho y pronto se ganó el título de «el almuerzo de los pobres».

 

Yo podría repetir esta historia y provocar las ganas de comerla desde las primeras horas de la madrugada cuando el  trabajo de carga y descarga de camiones es el más duro de las cadenas de distribución de nuestra ferias. Tendría que aprender a hacerla y equiparme de un horno adecuado. Ahora con el Covid un producto que  se cocina a  300 grados daría muchas garantías de seguridad y tendría más aceptación que cualquiera. La pizza me estimula, me hace soñar; no debo desperdiciar esta oportunidad. Tengo que ingeniármelas.

 

Hace no mucho hablé con otro italiano que llegó al país recientemente. Es igual de  acogedor que el otro y también le gusta hacer pizza e invitar a comerla. La suya  es sin tomate, más espesa y arriba tiene romero y cebolla con algún  grano de sal gruesa que un día  me entró justo en una muela que tengo abierta y por un momento casi me pareció que con esto se había tapado  el hoyito,  ahorrándome  así  hacer la cola del consultorio de mi barrio para repararla. Estaba contento, pero al rato empezó a dolerme y con un palo de fósforo tuve que sacármelo, quedándome con este pedazo de focaccia (así la llama este italiano) en la mano. Bajo la lluvia, me sentí por un momento envuelto en un perfume de sabores que ni la lluvia ni la muela abierta me impedían degustar. Según este otro italiano nacido en Génova, la primera pizza nació en su ciudad y mucho antes que en Nápoles, cuando el tomate no se conocía. Terminé comiendo su pizza-focaccia. Le agradecí, pero sin querer se me escapó que me gustaba más la que llevaba tomate, entonces vi su cara cambiar y casi comenzó a retarme, como si yo hubiera sido poco agradecido, como si no hubiera valorado su noble gesto de abrirme y servirme bajo la lluvia. El resto del día, mis manos quedaron impregnadas  con el olor a aceite, romero y cebolla, que la intensa lluvia no logró quitar. Solo el jabón pudo hacerse cargo.

 

Entendí que cada italiano estaba defendiendo su pizza. Pero si yo quería convertirme en un pizzero, ¿con cuál de las dos debía comenzar? La historia de un pizzero napolitano que al final del 800 recibió el encargo de preparar una pizza para la reina de Italia, Margarita, que había llegado a Nápoles para celebrar la unificación del norte y el sur, comenzó a inclinar la balanza respecto de por cuál pizza debía empezar. La pizza que le convidaron a la reina tenía, además del tomate, el queso mozzarella y la albahaca verde. A esa pizza le quedó el nombre de Reina Margarita.

 

Me puse a pensar lo raro que era la vida, porque la pizza partió siendo un plato hecho con materias primas simples y baratas para saciar el hambre de los pobres y terminó siendo apreciada y requerida también por gente rica.   Tantos pizzeros pobres han tenido y siguen teniendo trabajo porque la pizza es como la Coca cola y el Blujeans —que tienen el mismo nombre en todas partes—,conquista a la gente del  mundo  entero. Sí, esto me hace sentido, porque el hombre tiene necesidades básicas de comer, beber y vestirse.

 

Entonces, me cayó la teja. Si a pesar de todos los cambios que ha tenido la pizza, siempre ha mantenido el mismo nombre, por qué yo no podría pensar en hacer mi propia pizza. Y con ella salir arriba de mi futuro carrito equipado con un horno móvil y recorrer ferias y calles no solo para pedir, sino también para llevar la sonrisa de mi propia pizza a todos los que la necesiten.

 

Nello Gargiulo