Leonardo Reloaded

de Paolo Giordano

 

Leonardo Reloaded.

Si estuviera vivo hoy, Leonardo tendría un iPhone. O quizás no. Quizás se habría sentido atraído por Apple, pero solo en la huella del entusiasmo inicial, para luego convencerse con lucidez de la mayor versatilidad de Android. Seguramente, pasaría mucho de su tiempo libre debatiendo sobre el copyright digital, la singularidad tecnológica, la colonización ya cercana de Marte y respecto a cómo evitar el consumo de combustibles fósiles; para tal objetivo habría construido una ingeniosa y complicada máquina para cargar su propio automóvil con energía solar. Le agradarían mucho la domótica avanzada, las perspectivas luminosas del editing genético y los drones – aunque un poco menos las sofisticadas aplicaciones militares de estos últimos.

Sí, en el 2019 Leonardo sería, además del formidable artista de la eternidad, un excelente startupper. Alguien que antes de los treinta años habría almacenado millones de dólares en hedge fund, buena parte ya convertidos en bitcoin. El suyo es justamente el tipo de genio por el cual nuestra época enloquece.

Leonardo es el antecesor perfecto de los Elon Musk, de los Jeff Bezos, de los Jack Ma, de los Zuckerberg y de los Brin-Page.

Es el mito de inventiva perfecto para estos tiempos en los cuales la creatividad individual es el calibre absoluto para medir la valía personal en el mundo, en el cual invocamos iluminaciones ágiles, escalables, aplicables de inmediato e inmediatamente convertibles en dinero. Pero en lo que queremos también creer es en que cada innovación debe ser ante todo por el bien de la humanidad, el fruto prodigioso de un Renacimiento post moderno. El aniversario número 500 de la muerte de Leonardo cae como un sello en el siglo que se ha iniciado. No es una casualidad que Bill Gates haya querido el Código Leicester para su colección privada. Y no es una casualidad que un escritor como Walter Isaacson, después de haber dedicado años a la biografía de Steve Jobs, en los años siguientes se aplicara a la de Leonardo, como si el lema más utilizado de la década, «Stay hungry, stay foolish (and make millions)» pudiese serle traspasado idéntico, pronunciado con marcado acento florentino.

Tiene sentido. Leonardo era a todos los efectos un startupper. Forzando apenas la imaginación podemos encontrar en él al precursor de casi todo. Sus máquinas y su asombrosa semejanza con algunos instrumentos de la modernidad las conocemos desde niños y a lo largo del tiempo fueron construidas y testeadas una por una. Su «vite aérea» se asemeja en verdad a un helicóptero y su hornitóctero se parece en verdad a un avión; el paracaídas piramidal cuyo boceto hizo con todas las medidas de los lados en el Código Atlántico funcionó, quien lo probó tuvo un aterrizaje suave. Pero Leonardo no es distinto sólo en el aire. Estaba obsesionado por el agua: hizo un proyecto de sistemas de canalización y bombeo, taladros hidráulicos, represas, mamparos y quillas. Y quizás más que por el aire y el agua se sentía atraído por el fuego, porque diseñó cientos de geometrías de espejos curvos para atraer la luz solar y generar la combustión. Y, junto al aire, al agua y al fuego, le interesaba obviamente la tierra: con su odómetro era capaz de medir grandes longitudes en poco tiempo y su automóvil rudimentario se movía de manera autónoma, aunque a pequeños trechos. Solo el prototipo de la bicicleta, con la cual nos ilusionaron durante mucho tiempo, parece ser una atribución fake.

Recuerdo el momento en el cual la enormidad del genio de Leonardo se impuso en mi imaginario. No fue por las máquinas a decir verdad, ni por la Gioconda. Fue por la escritura – el hecho que Leonardo escribiera al revés en sus libretas de anotaciones, de derecha a izquierda y con letras volteadas que podían ser descifradas solo en un espejo. Estaba en la preparatoria, exactamente en la edad en que cada uno desea crear su propia criptografía para intercambiar mensajes secretos con el compañero de banco. Nos dieron como tarea para la casa tratar de escribir como lo hacía Leonardo. Me veo aún en el escritorio, cerca del atardecer, tratando de escribir una palabra, mi nombre probablemente, y de leerla en el espejo. Pero no me resulta. Las letras están equivocadas tanto en la hoja como en el reflejo. Me avergüenzo tanto por esa derrota que no le pido ayuda a nadie. En la mañana siguiente hago como si nada con mis compañeros que, al parecer, lo lograron sin dificultad alguna.

El efecto que tiene en nosotros el encuentro con el genio a menudo es una mezcla de devoción y aniquilación. Hace quinientos años Leonardo inventó el helicóptero y diseñó al Hombre de Vitruvio que todos en Europa tienen en el bolsillo, en la parte posterior de las monedas de un euro: ¿qué vas a poder hacer tú? Durante largo tiempo su rostro tranquilo, apenas ceñudo, un término medio entre el Mago Merlín y Gandalf, como aparece en el Autoretrato de Torino, me observó desde mi yo interno, repitiendo en silencio la pregunta.

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Dos Inteligencias.

Y sin embargo también la inteligencia de Leonardo, como todas las inteligencias, era parcial. Fogosa, por cierto, temeraria, incansable, poliédrica, transgresora, capaz de intuiciones y analogías chocantes, pero también discontinua, escasamente analítica, demasiado digresiva. En una sola palabra: infantil. En el sentido más noble del término, que quede claro. Es por esto que Leonardo nos impresiona sobre todo cuando somos niños, y es por esto que les gusta tanto a los innovadores del presente en el cual la creatividad está cada vez más orientada a imitar la inmediatez de la infancia, el juego perpetuo.

La matemática, por así decirlo, era para él una bestia negra, por lo menos es lo que pudimos extrapolar de los Códigos. La única manera en la que él lograba pensarla era a través de la geometría. Había en él un defecto de idealización que no habría tenido, por ejemplo, Galileo. Es instructivo notar como la actitud de Leonardo respecto a estas debilidades suyas haya ido cambiando en el transcurso de la vida. Él, que se había formado por sí solo porque el padre no había considerado oportuno invertir en su educación, manifestó al principio un sentimiento de reivindicación rabioso en contra de los más eruditos. Escribió: «Se bien que por no ser yo letrado, a algún presumido le podrá parecer razonable criticarme aduciendo que no soy hombre de letras. Gente tonta». En los años siguientes, sin embargo, hizo lo posible por subsanar esa desventaja: comprando libros, confrontándose con cualquiera, recurriendo a la ayuda de otros expertos, copiando humildemente listados de palabras latinas en sus propios apuntes. Hasta pronunciar una solemne advertencia: «Los que se enamoran de la práctica carente de ciencia, son como el timonel que entra a una nave sin timón o brújula, que no tiene nunca la certeza del lugar a donde se dirige».

Si tuviese sentido diseñar un espectro de las genialidades, Leonardo ocuparía por derecho la extremidad infrarroja, la «ingenieril» del intelecto, en tanto que en la parte opuesta, en la zona ultravioleta, estaría Albert Einstein, el hombre que llevó la abstracción a niveles vertiginosos, nunca rozados, ni antes ni después.

Leonardo concibió máquinas demasiado ambiciosas para ser realizadas en sus tiempos;

Einstein descubrió ecuaciones cuya confirmación experimental llegó después de cien años.

Es una diferencia burda, me doy cuenta. Después de todo, Leonardo formuló también teorías asombrosas y Einstein trabajó durante años en una oficina de patentes. No es menos cierto que, esa diversidad, contiene un fondo de verdad. Existe una disposición dominante en el cerebro de cada uno para pensar las ideas de la ciencia. Entre los físicos, por ejemplo, algunos se encuentran a sus anchas con los sistemas de poleas y palancas, con los pesos que suben y bajan, con las ruedas dentadas que encajan la una en la otra: una mirada a las ilustraciones del texto y ya ven moverse a esos engranajes. Para otros, en cambio, las máquinas están siempre inmóviles,  atascadas, y ellos se sienten en casa solo en los teoremas, en los modelos matemáticos, donde no hay roces ni chirridos. Algo parecido le sucede a los médicos, a los economistas, a los químicos. Primo Levi fotografía con elegancia esta diversidad de temperamento científico en un cuento del Sistema periódico, «Hidrogeno». De joven, cuando logró conseguir a escondidas las llaves de un laboratorio, percibió por primera vez su propia inclinación furiosa hacia la teoría puesta en discusión por la sensatez práctica del amigo Enrico.

Albert Einstein fue el símbolo absoluto del siglo pasado. Hagan la prueba de digitar en Google: «20th Century Most Important Person» y verán lo que sucede. La clasificación de Time lo coloca en el primer lugar del Novecientos junto, de manera implícita, a su manera de razonar, a la especulación pura, al resplandor de la mente humana que con su sola fuerza descubre panoramas inéditos.

Leonardo Da Vinci, a pesar de estar en la ultratumba, es candidato a ser el emblema del presente siglo.

En una competencia más reciente promovida por la revista Focus para elegir al científico más importante desde siempre, ganó lejos en la final contra Galileo. Einstein ya había salido en el turno anterior. Ahora bien, la competencia es una necedad por lo menos en lo que se refiere a la clasificación, pero sugiere algo. Algo profundo respecto al cambio que está ocurriendo en nuestra manera de pensar el progreso.

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El Drama Da Vinci.

Por otra parte, Leonardo no era tampoco un científico verdadero, por lo menos en el sentido estricto, rigurosamente protocolizado, que le atribuimos hoy a la palabra. Era un artista y un observador superdotado, un inventor extravagante, y era sin duda poseedor de una curiosidad inagotable, entrópica, pero ninguna de estas características define propiamente a quien hoy llamamos «científico». Es decir, una persona que, después de haber efectuado estudios prolongados y pesados, puede declararse experto en un campo específico y aplicar un método universalmente reconocido para hacer avanzar unos pocos milímetros y, a costa de ulteriores esfuerzos prolongados y pesados, el conocimiento en ese campo.

Alguien no estará de acuerdo conmigo. Hay personas que a toda costa quieren ver en Leonardo también al inspirador del método científico. En los Códigos aparecen en efecto algunas notaciones que nos lo permiten entrever: «Ninguna investigación humana puede ser considerada ciencia verdadera, si ella no pasa por las demostraciones matemáticas, y si tú dices que las ciencias que principian y terminan en la mente son verdaderas, esto no se acepta, sino que se niega, por muchas razones, y la primera es que en tales discursos mentales no tiene lugar la experiencia, sin la cual nada otorga de por sí, certeza.». Y aún más: «Antes de hacer de este caso una regla general, experiméntalo dos o tres veces, observando si las experiencias producen los mismos efectos». Nuestra primera reacción ante estas palabras es obvia: pero claro, he ahí el método científico, y ¡un siglo antes que Galileo! Pero es suficiente detenerse algunos segundos más para corregirse: no, no exactamente. Cuando Leonardo recomienda a sí mismo probar una «experiencia» dos o tres veces antes de tomarla como regla, está poniendo por escrito algo más que un precepto de buen sentido. Y cuando denuncia la necesidad de los dos lados del descubrimiento, el experimental y el matemático, llega muy cerca pero no directo al corazón del método. Faltan justamente los elementos que hacen al método científico dirimente, por lo tanto confiable; faltan la reproducibilidad, el concepto de hipótesis y la posibilidad de falsearla.

Esta condición de incumplimiento apunta hacia el fulcro del «Drama Da Vinci», el drama de quien concibe visiones grandiosas cuando es aún demasiado pronto. Es célebre el desafortunado episodio sobre la Batalla de Anghiari. Leonardo se había preparado durante largo tiempo para esa obra en la que debía pintar «al fresco» la sala principal del Palazzo Vecchio de Florencia. Había realizado estudios sobre el movimiento y sobre la velocidad como un futurista ante litteram, buscado la manera de plasmar los espasmos de la batalla en cada uno de los rostros, estudiado cual mezcla iba a resultar mejor para mostrar la presencia esquiva del polvo y de la niebla… pero el aceite que mezcló con los pigmentos o el que utilizó para tratar la superficie resultó inadecuado, no permitió que los colores se fijaran ni siquiera después que Leonardo sobrecalentó el muro con brazas ardientes. La pintura maravillosa cayó al suelo bajo forma de estrías, desvaneciéndose.

Algo semejante ocurrió con muchas de las máquinas asombrosas diseñadas en sus mínimos detalles y nunca realizadas, con los grandiosos proyectos hídricos, con el tiburio del Duomo de Milán y con la estatua ecuestre de Francesco Sforza. Bocetos preparatorios, inventos, medidas y cálculos: cientos de horas de estudio destinadas a dejar huella solo en la confusión de los Códigos. Leonardo, por absurdo que pueda parecer, fue contratado por la corte de Ludovico el Moro para ocuparse no de ingeniería, ni de ciencia o de pintura, sino de representaciones teatrales. En la práctica, un escenógrafo. Muchas de sus máquinas tuvieron su origen en la necesidad de levantar en vuelo a los actores sobre el escenario, dejando al público con la boca abierta ante extraños autómatas propulsados.

Y algo semejante le sucedió también a sus ideas. En un elogio pronunciado en 1952, en ocasión del aniversario número quinientos, no de la muerte sino del nacimiento, Leopold Infeld hizo todo lo posible para convencer a su auditorio de lo mucho que Leonardo se habría acercado a ser el fundador de la física clásica, de cómo hubiese casi enunciado el principio de inercia, casi dado con la ley que une la fuerza y la aceleración dos siglos antes que Newton la escribiera con exactitud, casi elaborado incluso el Principio de Fermat, según el cual la luz recorre siempre el camino más corto («Toda acción natural está hecha por la vía más breve», encontramos anotado en los Codici). Mucha de la fascinación trágica que Leonardo suscita todavía en nosotros reside en ese adverbio, «casi»», en el acercamiento siempre imperfecto a algo más grande, grandioso, que en su época era imposible no solo realizar en la práctica, sino también comprender en su integridad. El genio de Leonardo es el genio de la potencia más que de la acción. Junto a la admiración, sentimos hacia él una piedad singular, por haber nacido en un tiempo equivocado, demasiado precoz. Como un hombre primitivo que en un diseño rupestre se hubiera retratado de pie sobre la luna.

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El sueño de Leonardo.

Es así que Leonardo, observado desde aquí, es una nube de forma extraña, una esfera brillante de cristal: podemos ver en su interior el futuro que queremos. Nada nos impide, en este juego mitopoiético, avanzar un poco más. En el 2019 somos libres de extender sus premoniciones mucho más allá de los árganos, los automóviles y los helicópteros. Por ejemplo, podemos reconocer en el león mecánico descrito en el Código Madrid – al león que Leonardo construyó para divertir al Rey de Francia – el primer burdo prototipo de inteligencia artificial, aún más el programa completo de inteligencia artificial. Podemos intuir en sus «ciudades ideales» que no vieron jamás la luz, todo el fermento actual en torno a la smart city.

Parece además que uno de los deseos que tenía entre ceja y ceja Leonardo era el de encontrar una correspondencia exacta entre el cuerpo y las emociones del ser humano. Para hacer que los sujetos de sus cuadros fueran lo más verosímiles posibles, diseccionaba cadáveres como un obseso y copiaba con sumo cuidado en los apuntes los haces de fibras, los enlaces de venas y arterias, las cavidades cerebrales; medía cráneos, huesos y distancias para encontrar el punto exacto del organismo, la torsión de los tendones en los cuales se anidaba una particular expresión, que fuese de estupor o tristeza o desconcierto. Estudios recientes sugieren que hubiese vuelto a poner mano en el retrato de San Gerónimo veinte años después de haber realizado el boceto, porque se había percatado, a través de lo aprendido en anatomía, que la curva descrita en el cuello del Santo no era lo suficientemente precisa. Lo mismo parece que vale para la Mona Lisa: algunas teorías resuelven el enigma de su sonrisa en la atención que Leonardo dedicaba a los tejidos faciales. ¿Qué es lo que impide reconocer en este frenesí obsesivo suyo el mismo esfuerzo arrogante, totalmente contemporáneo, de las neurociencias y de las bío-tecnologías, que tratan de explicar sobre bases químicas por qué somos exactamente lo que somos?

Aún más. Otra inquietud que tuvo durante toda su vida fue la de reproducir los volúmenes sobre la base bidimensional de la hoja. Transformar en tridimensional lo bidimensional. Por esto se dedicó con tanta tenacidad a los sombreados, nadie antes de él había brindado tanta atención al problema. Somos libres de considerarlo un problema exclusivamente pictórico, pero ya que estamos fantaseando ¿por qué no ver en ello una anticipación de la holografía? ¿O un deseo enorme de impresoras 3D?

Lo que es cierto es que Leonardo Da Vinci soñó la modernidad, pero la intercambió con un presente plausible, un poco como Colón, que desembarcará en América intercambiándola con un continente ya conocido.

En unos apuntes Leonardo define a la ciencia como el conocimiento de las cosas que podrían suceder. Entendiendo, sin embargo, que podrían suceder mañana o como máximo al día siguiente. Justamente porque no estaba consciente de contemplar una época tan lejana, su visión estaba llena de promesas, no era la pesadilla deformante que acostumbramos reservar al futuro.

Al mismo tiempo, Leonardo es un sueño que la modernidad hace de sí misma. Los innovadores de hoy, podemos encontrar un lugar confortable en el espacio entre sus intenciones fulminantes y su no realización. E inclusive nosotros, los más humildes, podemos casi reconocer nuestros rostros trazados en tinta en sus apuntes. Al menos nos complace hacerlo, porque nos agrada ser soñados. Y nos gusta creer que nuestro presente haya sido prefigurado por una mente osada, hace siglos. Equivale a sentirnos necesarios, a una confirmación que somos la obvia e inevitable estación de llegada de las «magníficas suertes y progresivas».

«No creo que exista un solo ser humano viviente que pueda juzgar en su integridad, desde un punto de vista moderno, todo lo que Leonardo hizo», escribió Infeld. Setenta años después es aún así. En las páginas de los Códigos hay premoniciones que no estamos en grado de reconocer, porque no hemos aún arribado a ellas. Estoy dispuesto a apostar que permanecerán por siempre ahí.

Courtesy of Wired Italia

 

Giordano

Este es el texto que el escritor italiano Paolo Giordano -autor del bestseller internacional La soledad de los números primos– presentó durante la conferencia «Leonardo nuestro contemporáneo»; evento organizado por la Embajada de Italia en Chile en conjunto con la Pontificia Universidad Católica de Chile para el aniversario n°500 de la muerte de Leonardo da Vinci.