Antes ayer falleció Paolo Rossi, mítico delantero de la selección italiana que se coronó campeona del mundo en el Mundial de España ’82.

 

Gracias a aquel campeonato, Rossi ganaría un Balón de Oro, un apodo que lo acompañaría toda su carrera, “Pablito”, y el amor incondicional de millones de personas que lo elevaron a símbolo de un espíritu italiano hecho de perseverancia y amabilidad.

 

Los números de Rossi jugador son impresionantes, pero interesan poco frente al adiós definitivo. Lo que más importa fue lo que Rossi representó: una idea romántica del futbol en la cual vida y pelota corren juntas reflejando las alegrías o las tristezas de la comunidad.

 

 

Y la historia de Rossi, que es la historia del Mundial ’82 y es la historia de millones de italianos, es exactamente así: caída y resurrección. De un hombre, de un equipo, de un pueblo.

 

Flashback. Principios de 1982. Rossi al Mundial de España no debería ir.

 

Tras una sanción que lo ha dejado afuera de las canchas por largo tiempo, aún no juega partidos oficiales.

Tiene caderas de matrona, y las piernas no hacen lo que el cerebro les comanda. Jugar un Mundial está lejos de sus objetivos.

 

Aun así hay un hombre, el único en toda Italia probablemente, que sigue interesándose por él.

Es Enzo Bearzot, “El vecio”, director técnico de la selección.

 

 

Bearzot, montañero de piel dura y cerebro fino, está viéndolo entrenar y, pese a una condición precaria, sigue enamorado de como Rossi piensa el futbol. Mentalmente es siempre un paso adelante… pero hay que recuperarlo.

 

Se le acerca, lo abraza, y le dice que a España quiere llevárselo como titular. Sí, a España. A él…

“Mister, pero… ¿A mí? ¿Está seguro?” le responde Rossi sin poder creerlo.

Sí, a él, le confirma “El vecio”. Lo esperará  todo el tiempo necesario.

 

Y vaya que será bastante. Porque ya en España, tanto Rossi como todo el equipo, juegan el grupo de clasificación de una manera espantosa, llegando al borde de la eliminación y clasificando por milagro.

 

Rossi no ha marcado ni un tanto mientras que, como él, el País se siente perdido.

Bearzot, en cambio, espera. A Rossi y a los italianos.

 

Italia elimina a Argentina y el 5 de julio de 1982 se enfrenta a aquel que, para muchos, fue el mejor Brasil de la historia. Sócrates, Zico, Falcao, Cerezo, Junior… Debería ser otra tarde de samba camino al título para los sudamericanos.

No lo será.

 

Porque en aquella tarde soleada, en el estadio Sarriá de Barcelona, al fin Paolo Rossi llega. “Aquí estoy Mister”, parece decir a Bearzot  y a los compañeros.

Es un demonio. Mete uno, mete dos, mete tres. Un triplete legendario que regala a Italia el pase a la final tras un partido que se convierte de inmediato en piedra millar no solo de la historia del futbol sino que de la historia social, cultural y popular italiana.

 

 

Italia-Brasil 3 a 2 y Paolo Rossi con el pelo chascón, su sonrisa sincera y su camiseta “azzurra” número 20 son todavía el símbolo de una Italia ingenua pero decidida, joven pero talentosa, lanzada a toda velocidad hacía un futuro brillante, no solo en el futbol.

 

En Rossi, que levantaría la copa juntos con ese increíble grupos de amigos campeones liderados por un viejo sabio, se concreta esta mágica mezcla entre deporte y comunidad. Entre pasado, presente y futuro. Entre cancha y vida.

 

Rossi sobre el pasto del Santiago Bernabeu con los brazos levantados es el reflejo del Presidente de la República Sandro Pertini que en la tribuna vitorea. “Ya no nos van a alcanzar” dice el Presidente. Y en aquel instante millones de italianos sienten la misma descarga de vitalidad, la que esperaban aun sin saber cuando llegaría, y que ahora les regala un mañana más límpido.

 

 

Al fin y al cabo esto fue, y es, Paolo Rossi. Mucho más que un jugador. Fue, y es, un ideal: de grandeza alcanzada a través de la empatía y del sacrifico. Algo tan hermoso y anhelado tan profundamente que, como todo lo complejo en esta vida, hay que saber trabajar y esperar.

 

Todo el tiempo que sea necesario.